Un Hombre para la Iglesia de Hoy
Acostumbran las leyendas bretonas relatar el caso del joven que emprende un largo viaje en busca de un tesoro nada fácil de encontrar. Pero nada lo detiene: ni los amores más vitales de los cuales se separa ni la perspectiva de las dificultades que le aguardan. Sabe que debe cruzar el bosque de los embrujos, el lago de los dragones, el valle de los placeres. Oye que todos le repiten: «¡No lo lograrás…!». Pero nada lo detiene: una enfermedad sagrada, que muchos llaman locura, lo impele a «intentar la hermosa aventura». En este mito popular podemos introducir a Luis María de Montfort, el misionero bretón del siglo XVII, cuya vida se presenta como una aventura, un camino sin final, una locura para los «prudentes». Él mismo, cuando al final de su vida intenta definirse, nos remite al concepto de un corredor: «¡Soy un pobre sacerdote que corre por el mundo a conquistar alguna alma perdida!». Montfort ha sido un gran caminante: los primeros testigos lo describen devorando caminos con rápido pie. Quien suma sus peregrinaciones a Chartres, Saumur, Roma, Mont-Saint-Michel a sus recorridos entre Rennes, París, Poitiers, Rouen, Nantes, La Rochelle y 200 parroquias más del occidente de Francia, llega sin dificultad a un total de 10.000 kilómetros. Nada sorprendente entonces hallar a menudo en los escritos de Montfort el término «camino»: la consagración a María es «un camino fácil, corto, perfecto y seguro» para llegar a Jesucristo; el «camino» del mundo es «camino ancho, esmaltado de flores»; María te dilata el corazón, para que puedas «caminar hacia Dios sin desanimarte»